En un mundo ucrónico, los bomberos han de modificar sus funciones tradicionales por la aparición de un material incombustible que impide los incendios. Su nueva tarea será la quema de libros. Uno de ellos, Guy Montag, convive con su esposa Mildred, adicta a la televisión y marcadamente superficial. Su plácida y rutinaria vida se ve alterada cuando entabla una relación con Clarisse McClellan, profesora que contraviene las normas y asume la lectura como una necesidad. A partir de ese momento, Montag empieza a cuestionarse el sentido de la libertad y de su propia existencia.
Esta sensación se agudiza cuando días más tarde contempla atónito como una bibliotecaria es capaz de inmolarse junto a sus libros. Su perplejidad y asombro le conducen a robar uno de sus libros, situación que se repetirá en diversas intervenciones más.
Mientras tanto, Clarisse muere atropellada por un coche. El capitán Beatty, su superior, sospecha del cambio de actitud y decide intervenir. En una conversación le señala la superioridad de la sociedad actual, unificadora e integrista, frente a la anterior, sustentada en la libertad de opinión y el pluralismo. Pese a ello, Montag decide contactar con Faber, un profesor retirado que había conocido un año antes y con el que había compartido conversaciones sobre el valor de las ideas.
Hastiado de la inacción de su esposa pese a la inminencia de una guerra atómica, narcotizada por fármacos y la constante emisión televisiva, Montag comienza a exponerle sus ideas sobre la política y la sociedad. El temor a posibles represalias impulsa a Mildred a delatar a su marido, quien atónito contempla como la siguiente misión es quemar su propia casa. Tras verla arder, el capitán Beatty le comunica que tanto él como su interlocutor van a ser arrestados. Montag reacciona quemando vivo al propio capitán con su lanzallamas, y emprende la huida primero a casa de Faber y luego, por consejo de éste, hacia el río, no sin antes observar como todos los televisores están trasmitiendo en directo todo lo que acontece.
Montag consigue su objetivo, y tras alejarse de la ciudad encuentra a un grupo de antiguos profesores también exiliados. Todos ellos han memorizado un texto con el objetivo de asegurar la transmisión del conocimiento. La ciudad es asolada por un terrible bombardeo al que sólo sobreviven Montag y el reducido grupo de intelectuales que van a acometer la reconstrucción de una nueva sociedad.
Con fidelidad al poderoso universo creado por Ray Bradbury, Truffaut recrea una distopía absorbente en la que el poder evita cualquier pensamiento crítico normalizando la quema de libros. Un bibliocausto legal y quirúrgico, dirigido a consolidar el totalitarismo homogenizador, sustentado además por el anestesiante papel de la televisión. Con una enorme sutileza, se desliza la identificación de la idea de libertad con el libro, la consideración de la lectura como una necesidad vital que incluso conduce a una de sus protagonistas, la bibliotecaria, a compartir el fatal destino de su colección.
Pero más allá de la represión, de la constante presencia del fuego purificador, subyace una apelación a la esperanza en dos vertientes. Por un lado, la apología de la lectura como elemento emancipador, representada por el personaje de Guy Montag, el aparentemente entusiasta bombero, quien, tras una de sus intervenciones, descubre que un libro le permite abrir la mente, cuestionarse su propia existencia, y descubrir el significado de la palabra “libertad”. Por otro, un poético final, con tintes apocalípticos, en el que el propio Montag se una a un grupo denominado los Hombres-libro, encargados de memorizar y transmitir obras de todo tipo para evitar su pérdida, y poder cimentar una nueva sociedad basada en la tolerancia y el desarrollo intelectual.
La cámara de Truffaut reproduce esa obsesión acompaña la trayectoria literaria Ray Bradbury, consistente en ofrecer una mirada humanística y ética de un futuro pleno de amenazas fundamentalistas, de situar al ser humano ante un espejo para que sea capaz de vislumbrar los peligros de su desnaturalización. La temperatura a la que arde el papel, esos 451 grados farenheit, son un aldabonazo, una llamada de atención ante una sociedad narcotizada y desprendidamente humana.